Hay películas que permanecen en la memoria de una forma vaga, incorpórea, alimentando una idea con su recuerdo que brota en ocasiones súbitamente. Sin saber cómo, nos constituyen de alguna forma imprecisa. Al igual que en los orígenes de un vivero, la semilla duerme a la espera de un estímulo incierto, -quizás el hecho de volver a ver esas imágenes-, que la empuje a ascender hasta la superficie.
Existe un determinado tipo de cine que cuestiona, de un modo muy frágil pero a un tiempo con determinación, la construcción insustancial del la realidad que nos rodea. Desde la intimidad absoluta entre un árbol y un pintor, la cámara de Victor Erice muestra hoy, como en 1992, el mismo sentido revelador de una verdad posible: la deriva del enfrentamiento entre el ser humano y el tiempo en las manos de un pintor, de un cineasta, resueltos ambos a capturar ese instante de luz que se escapa irremediablemente.
Hoy, en la sala Buñuel del Festival de Cine de Cannes, se ha proyectado la versión restaurada de El sol del membrillo, en un día cubierto de nubes, como las que ocultan esa luz dorada que añora Antonio López, la que baña al membrillero en las mañanas.
por Esmeralda Barriendos